Eran las 4 de la mañana. Llamó a la puerta.
Jose le abrió aún con los ojos entrecerrados, que se abrieron de par en par cuando la miró.
Frente a él estaba ella con el pelo mojado, con los ojos hinchados de llorar, con sus enormes ojos marrones, mirándole. No le dejó hablar, la besó como llevaba soñando hacerlo desde el día en que la conoció. Apretó con fuerza su cintura la llevó hacia sí y cerró la puerta tras ella.
Siguió recorriéndole con los brazos, mientras ella besaba cada recoveco de su rostro. Se alejaron un poco, se miraron y sonrieron. Sin mediar palabra continuaron dejándose llevar por su frenesí, por las ganas, por la añoranza, y por la rabia de no haberla podido tener antes.
La apoyó contra la puerta y acarició su pierna, ella la levantó y se inclinó acercando su cadera.
Llevada por el impulso que él propiciaba con la mano desde su trasero, acercaron las pelvis, y le acarició el muslo, hasta llegar a su glúteo, agarró su tanga y lo bajó con cuidado.
Acompañándolo con sus labios, bajando con su lengua hasta sus rodillas, acarició el interior de sus muslos. Eran cálidos y tersos. Los recorrió con la mano hasta notar la humedad que la recorría, ella se estremeció cuando introdujo con cuidado uno de sus dedos, y se acercó respirándole muy cerca, exhalando a escasos centímetros. Sacó la lengua.
Le lamió los labios, por fuera, mientras notaba como las piernas le comenzaban a temblar. Con el dedo comenzó a dar pequeñas embestidas, mientras su lengua recorría desde abajo, hasta llegar al clítoris, y al notar su pequeña prominencia, cerró los labios, produciendo una succión sonora, que provocó un espasmo en sus muslos.
Ella gimió, se aferró con las manos a sus rizos y acarició con suavidad sus orejas. Él la miró desde abajo, vio su boca abierta, jadeante, su mirada lasciva.
Sonrió. Sonrieron y se dirigió de nuevo hacia su pelvis, agarró con ambas manos sus piernas y las abrió, metiendo su lengua en su vagina, cubriéndola de saliva. Serpenteó lamiendo su más oscura intimidad, se agazapó en su interior, y comenzó a dibujar círculos, mientras ella le ayudaba ofreciéndose completamente. Comenzó a subir, dando pequeños mordiscos, que la enloquecían.
Fue subiéndole el vestido, hasta que llegó a sus pechos, los descubrió completamente, y se asombró de lo excitado que estaba, lo quería todo con ella, quería poseerla, mantenerse a su lado, dentro de ella, quería su calor en su cuerpo, para siempre.
Comenzó a besarle, con suavidad, uno de los pezones -muérdeme- le susurró, y así lo hizo, y sintió una ola de calor en sus genitales. No podía más. La miró con deseo, lujuria y ternura, agarró sus piernas y la levantó. Ella se aferró a su espalda, y se besaron, mientras él la llevaba en brazos hacia el sofá. Allí tomó ella las riendas, se puso frente a él, tomó sus manos y le animó a recorrerla entera. Era una leona, su pelo negro recorría su espalda, y un pequeño mechón le caía por la frente. Estaba sudando, excitada, lo miraba como si lo fuera a cazar, y así fue. Se sentó a horcajadas sobre sus piernas, le puso uno de los pechos cerca, muy cerca.
Tanto, que con solo estirar la lengua podía notar la textura de su piel, su sabor intenso, la forma de sus pezones. Solo tenía que abrir los labios y ella le introducía la lengua mientras con la mano, le estaba acariciando. Notó como pasaba sus suaves dedos por la zona interior de las ingles, sintió un cosquilleo. Ella siguió el sendero de sus dedos, hasta llegar a la base de su pene, que agarró con firmeza, y comenzó a deslizar su mano, cerrada, hacia arriba, y hacia abajo... La miró de frente. En sus ojos podía leerse el deseo absoluto que estaba sintiendo.
Entonces la poseyó. Se hicieron uno, unieron sus cuerpos en la más lujuriosa contienda de placeres, de intenciones, de pasiones inesperadas...
Se besaron continuamente mientras al agarrarle los glúteos notaba su incesante movimiento.
Le jadeaba al oído, estaba alcanzando el cielo con sus manos, con su lengua. Entonces ella se tumbó, boca arriba, invitándole con la mirada a hacer lo mismo sobre ella. Abrió las piernas, y pudo observar su sexo, su más cálida entrega. Notaba su respiración, agitada, sabía que estaba cerca, que podía hacerla llegar al paraíso. La penetró. Esta vez él estaba incorporado, con sus manos agarraba su cintura y elevaba su torso. No podía evitar ese inmenso deseo, estaba al borde del éxtasis. Sintió cómo con cada embestida, ella estaba más y más húmeda, tenía más ansia, se movía incontrolada, y supo que era el momento.
Se humedeció un dedo, y empezó a acariciarla. Con cada sacudida, golpeaba suavemente su clítoris, se agachó y comenzó a lamerle los pezones. Ella entonces empezó a gritar. -si...así...sigue...dios mío...- Cada impulso que ella daba, hacía que una ola de calor recorriera su espalda. Empezó a notar como se contraía, como se humedecía, más y más. La miró. Ella ya no le miraba. Miraba hacia arriba, movía la cabeza hacia atrás estirando el cuello en una espiral de placer. Y llegó el momento, su propio cuerpo comenzó a convulsionar. Jadeó sobre ella, le mordió el cuello, sintió como se estremecía cada vez más. Iba a estallar de amor. Era ella. Acababa de reparar en que era ella, y estaban teniendo un orgasmo juntos. Tuvo que mirarla, tuvo que tocarla, tuvo que recorrer cada centímetro de su piel. Tuvo que caer sobre su pecho, exhausto, tuvo que besarla, tuvo que retener en su retina ese instante, pues no sabía si se repetiría alguna vez. Tuvo que amarla, como si no fuera a volverla a ver.
MILAGROS CABALLERO